Quic ya ha contado parte de la cosa, pero yo quiero contar mi versión de los hechos.
El viernes tuve la que probablemente es la experiencia más freak de mi vida, y con más alcohol en sangre del último año. Efectivamente, fuimos a una velada de lucha libre mexicana, que servidora comenzó aderezando con un mojito sin cena previa. Pero la verdadera mezcla de alcoholes llegó más tarde, así que no puedo achacar a la misma la vena asesina que me dio.
Allí estábamos, JG y MC acabaron de presentar el combate, el árbitro dio las instrucciones pertinentes (por Dior, Quic, ilumíname ¿cómo se llamaba el árbitro?) y aquello empezó. La sala estaba llena de mexicanos, que gritaban cosas tales como “Rómpele la madre, cabrón” o “Culero, culero, culero” y sin darme cuenta me vi absorbida por el ambiente, coronita en alto, gritando "¡Mátalo, Santo!” cual hooligan sin pedigrí, disfrutando como una enana sin importarme que el puto (en el sentido más mexicano del término) Scorpio Jr. pegara realmente las bofetadas en su propia mano en lugar de en la cara del Santo.
Lo que me pude reír, mare mía. Y qué sorprendente que dos señores entraditos en años y en kilos puedan pegar esos saltos y estamparse de esa manera contra el suelo, y luego levantarse como si tal cosa. Porque vale que entre ellos es todo fingido, pero digo yo que las leches contra el suelo sí se las pegan realmente. O, al menos, yo no pillé el truco.
El resto de la noche pasó estupendamente remojada con la mezcla de alcoholes varios, bailoteo por aquí, empanada por allá, quesadilla arriba, enchilada abajo. Aunque, eso sí, fue un horror pegarse cutremente por conseguir mojar un nacho en un estupendo guacamole.
Como bien ha contado Quic, vimos a E. Madina, C. Chacón, etc., por lo que no insistiré en la vertiente cotillil de la noche. Si bien quiero reconocer que, como imaginaréis, fuimos nosotros los friquis que cantaron aquello de “Lechu, lechu, lechu maricón”. Pero él no se dio por aludido, en primer lugar, porque no creo que nos oyera y, en cualquier caso, porque seguramente no es consciente de su condición de lechuguino de España.
La noche la acabamos francamente bien, en el Moloko, en compañía de M., (tras haber dejado a sus dos “setas”, cito textualmente, en un taxi).
M. es un compañero de Quic que (atención, solteras, abrid los tímpanos) es bien majete, y bien guapo. Y que me pegó, el muy cabrón, tremendos golpes en las manos jugando a aquello de que uno pone las manos encima de las del otro y tiene que retirarlas antes de que le peguen (imaginad en qué estado etílico nos encontrábamos). Él también se llevó lo suyo, que conste.
Tras arreglar el mundo, pegarnos y bebernos unas cuantas, nos retiramos ante el trozazo generalizado, si bien, todo hay que decirlo, sólo la vergüenza me impidió suplicar una más al grito de “¡Maricones todos!”.